lunes, 30 de agosto de 2010

EL MENDIGO DE CRISTO- 2ª parte

Enterrado el P. Pedro Romero, Gabriel Lozano se puso a escribir a los redentoristas. Carta que no llegará hasta que no salió de la cárcel:

Gabriel Lozano, profesó como Hermano Coadjutor Jesuíta al terminar la guerra civil.
"El año 1938, no tengo presente la fecha, hacia fines de mayo, llegó el Padre Romero a la prisión de las Descalzas con una blusa oscu­ra, el paraguas, una bolsa con ropa, una manta, sus libros, dos o tres crucifijos, rosario grande y chico, y con los ojos bañados en lágrimas, que corrían hasta el suelo; en seguida me precipité para saludarle y consolarle ensu profunda amargura, y me correspondió al punto con una agradable sonrisa, tranquilizán­dose mucho; le invité a mi departamento, con el fin de asistirle en cuanto pudiera, pero como éramos cuarenta los que allí per­noctábamos, dijo prefería un sitio aislado; y, en efecto, lo tras­ladé a una habitación que nadie ocupaba; le preparé una cama en el mullido suelo, un saco con paja, dos mantas y la suya, con 1a bolsa de ropa para almohada, para que descansara y le ofrecí algún alimento; dijo que sería mejor después; pero me fui a buscar un vaso de leche y se la di y pasé la tarde con él para distraernos y darle ánimos; y en este y otros ratos estuvimos hablando... Como la comida que daban en la cárcel le sentaba mal, tuve que pedir limosna a señores muy pudientes, como don Julio Izquierdo, Jefe Ingeniero de Montes; don Rafael Ripollés, Arquitecto de la Casa Real; don Trifón Beltrán, Vica­rio capitular; don Ramón Melgarejo, Marqués de Melgarejo; don José Echevarría, don Felipe Quintero, médico dentista, y otros, que les llevaban comida de fuera; pero como habían sido des­pojados de todo, vivían de la caridad; pero para lo poquísimo que tomaba el Padre Romero no faltó. Todo el día lo pasaba en fervorosa oración, ya con el rosario, ya con el Kempis, que me prestaba, ya con el rezo del breviario y con mucha meditación. También oía algunas confesiones y daba muy buenos y prove­chosos consejos. Yo de cuando en cuando le mullía la cama, la­vaba, fregaba, etc. Fue acometido de disentería; mucho padeció en estos días y estas noches, pero sin dejar su profunda oración; y ya tuvo tal debilidad, que los servicios se los hacía yo... Un día o dos no pude asistirle; cuando volví era un cuadro triste y compasivo; lo cubría una plaga de moscas en aquel ambiente infecto; su aspecto era lo más alarmante y casi agónico: pude notar que hacía algunas jaculatorias. Yo le pregunté:
-¿Cómo se encuentra, Padre?
-Ya lo ves-me respondió.
Hice por levantarlo; con esfuerzo se puso en pie, y envuelto en una manta y apoyado sobre mí, lo llevé a un cuarto solitario donde lo lavé de pies a cabeza, lo mudé y vestí, y como yo iba teniendo buena fama en la prisión, me dispuse a pedir utensilios para el Padre: conseguí habitación decente, cama, colchón, almohada, sábanas; después dé acostado abrió los brazos indi­cándome que me acercara y me dio un abrazo prolongado y fuerte con repetidos ‘¡Dios se lo pague! ¡Dios se lo pague!’.
Salí por la prisión a pedir alimentos; me dieron leche, hue­vos, azúcar, café y de todo; pidió el crucifijo y el rosario; tomó alimento y rezando el rosario se durmió; después tuve que qui­tar las sábanas y poner otras y
parte de la ropa interior; mejoró y llegó a levantarse para hacer sus devociones; en estos días llegó la notificación de su libertad y se puso muy contento di­ciendo que se iba; pero se la anularon, causándole honda pena; pero de nada se quejaba; finalmente se le presentó la enterocolitis ... Yo lavando de día y de noche; él no dejaba el rosario y el crucifijo; ya no tomaba alimento; sólo repetía: "¡Agua fres­ca! ¡Agua fresca! "Jesús, José y María!". Como ya no podía que­dar solo y yo estaba rendido, le hizo compañía por las noches un padre agustino de Zamora, llamado Padre José; un paisano mío de Rubielos y don Trifón. Viéndole tan grave, le dije yo: -Padre, ¿se acuerda de Dios, de la Virgen, de la otra vida y de la cuenta que hemos de dar a Dios? Y me respondió, con los ojos fijos en el crucifijo que tenía en las manos: -¡Cómo no; habiéndolo predicado toda la vida a los demás! Después le dije:
-Padre, acuérdese de mí delante de Dios
- ¿Qué quieres?
- Salir de la cárcel si me conviene.
-Pronto saldrás.
-Y mi salvación eterna.
Y con la cabeza me dijo que sí. A continuación indicó a don Trifón cómo quería que sus cosas se las entregara al Padre Superior cuando salieran de la prisión. Y luego me dijo:
-Y para ti este reloj y el crucifijo pequeño.
Y ya no habló más; entró en la agonía. Llamé a don Trifón, que le leyó la recomendación del alma; le pusieron dos inyec­ciones de aceite alcanforado... Levantó los brazos y, conociendo yo su deseo me acerqué a él; me abrazó fuertemente y así ex­piró en breves momentos. Esto fue por la noche; le amortajamos entre el Padre agusti­no, Luciano Checa y yo, y lo velamos. Al día siguiente los señores antes mencionados me dijeron que encargase caja por cuenta de ellos... Cuando vinieron por el difunto me dieron permiso para acompañarle hasta la vía pública. Así con­seguí la primera petición que hice al recordado Padre Romero; y la segunda es la fuerza oculta y misteriosa que me pone y me sostiene en este camino.
Her­mano Lozano."

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